Los soldados de la cultura – Gabriela Bustelo

Los intelectuales ya no son lo que eran. Aldous Huxley decía que el intelectual es un ser que por fin ha descubierto una actividad más interesante que el sexo. Paul Johnson atina más: un intelectual quiere rehacer el mundo políticamente, según sus propios principios. En Reino Unido la palabra “intelectual” suele emplearse despectivamente, a menudo precedida de adjetivos como “supuesto” o “autoproclamado”. En España el término se emplea con una reverencia que se derrama sobre quienes se dejan catalogar jubilosamente como tales. ¿Y quiénes son los intelectuales españoles? Bueno, para saberlo basta con esperar a que haya elecciones, porque entonces salen pimpantes de sus chalés como los siete enanitos, acudiendo a convocatorias políticas con rictus de estar haciendo algo importantísimo. Esta semana el núcleo duro ha dado la murga con el rancio “No a la Guerra” –recauchutado para adaptarlo al Viernes 13 parisino–, mientras estallaba el escándalo de las subvenciones de cine: Enrique González Macho (productor, distribuidor, exhibidor y expresidente de la Academia de Cine) y Edmundo Gil están imputados por haber falseado los datos de recaudación y de espectadores de la película Rosa y negro para conseguir 731.900 euros en subvenciones del Ministerio de Cultura.

La utilización de la cultura como instrumento de manipulación política ha sido una operación orquestada desde el PSOE con la imprescindible connivencia del Grupo Prisa

La cultura posfranquista

Esta noticia ha sorprendido poco en el entorno del cine español, donde se venía hablando de este asunto desde hace décadas. Pero los cineastas y actores se sienten profundamente heridos por la denuncia de esta conducta delictiva, ya que el cine patrio se enfoca –igual que en la admirada Francia de la excepción cultural– como una batalla entre el Gobierno y un sector moralmente justificado para emplear todas las triquiñuelas posibles con tal de “sacar pasta” al Ministerio. Este hecho no es casual. La utilización de la cultura como instrumento de manipulación política ha sido una operación orquestada desde el PSOE con la imprescindible connivencia del Grupo Prisa fundado por Jesús Polanco en la década de 1970, pocos años antes de morir Franco. Desde entonces hemos asistido a la fabricación en serie de una bien nutrida –nunca mejor dicho– tropa de intelectuales y artistas. Son los soldados de la cultura española, que desde la Transición nos han vendido sus productos libertarios, igualitarios y solidarios, embutidos en flamantes formatos y lustrosos diseños. En la España posfranquista el intelectual molón era el escritor publicado en Alfaguara, columnista de El País, tertuliano de la Ser, colaborador en la Escuela de Letras y conferenciante de la UIMP. Sus ineludibles obras se presentaban y distribuían en las librerías Crisol. Un circuito preciso, bien engrasado, de embozo mundano aunque localista en cuanto al impacto específico y capaz de confeccionar en su cadena de montaje decenas de personajes culturales intercambiables entre sí. Gentede la cuerda, como se autodenominaban. Durante cuatro décadas nos han bombardeado con nociones, principios y eslóganes supuestamente útiles para la sociedad, entre los que había algunas patochadas antológicas. Quien no quisiera formar parte de esta soldadesca tenía pocas posibilidades: languidecer en el otro bando (el que no molaba, el casposo) o convertirse en un hooligan dedicado al terrorismo cultural. Ninguna de las dos era prometedora.

Mientras los cineastas estadounidenses han creado con dinero propio la serie de éxito mundial House of Cards, en España los soldados de la cultura lloriquean

La cultura como marca

En el mundo real los intelectuales occidentales han hecho el trayecto propio de quienes viven en sincronía con el mundo. Sabido es que para ser una primera potencia mundial se requiere estabilidad política, poderío económico, capacidad militar, recursos naturales y productividad. Esto constituye lo que se suele llamar hard power, o poder duro. Pero el liderazgo de un país también se evalúa por el soft power, o poder blando, que es lo que podríamos llamar la industria cultural, con las correspondientes instituciones y empresas que sirven para definir la identidad nacional y para “venderse” ante el mundo. En la escala mundial de países con un buen soft power Estados Unidos ocupa el indiscutible primer puesto, mientras que China ocupa uno de los últimos lugares del escalafón. Pese a lo reacia que es Europa a admitirlo, la cultura estadounidense (medios de información, televisión, cine, literatura, música, estilo de vida, moda, etc.) constituye, en gran medida, la cultura occidental, con el inglés como lingua franca y el español en un importante segundo puesto. Mientras los cineastas estadounidenses han creado con dinero propio la serie de éxito mundial House of Cards –que destroza al Partido Demócrata–, en España los soldados de la cultura lloriquean porque el Estado no les da dinero para hacer películas que no va a ver nadie. Pero no hay escollo insalvable. Si no hay espectadores, se inventan.

Origen: Vozpópuli – Los soldados de la cultura

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