Los Judíos de Franco – Sebastian Schoepp

Durante la Segunda Guerra Mundial, algunos diplomáticos franquistas en diferentes embajadas, consulados y legaciones se empeñaron en salvar judíos sefardíes de la persecución nazi. Los testimonios de los últimos supervivientes en el siguiente texto de Sebastian Schoepp, dejan al descubierto la política contradictoria de la dictadura de Franco.

Es un día adecuado para el acto: un húmedo viento de otoño sopla por las calles desiertas del Ensanche de Barcelona. El cielo encapotado de nubes grises acentúa la depresión de una mañana dominical. En el pasillo que da al Jardín de Montserrat Roig en el interior del edificio Rosselló 488 una treintena de personas ha huido de la lluvia. La mayoría de ellos supera los setenta años y algunos han venido en sillas de ruedas. Un hombre de gafas redondas, que destaca por su pijo abrigo marrón, acaba de inaugurar una discreta placa conmemorativa a Montserrat Roig, que murió hace diez años. Es el alcalde de Barcelona Joan Clos. Pero llego algo tarde y me pierdo el homenaje a la escritora que en 1977 rescató del olvido a los catalanes que murieron en campos de concentración nazis.

Entonces me dirijo a una mujer bajita con cierto aire de profesora de colegio que vende libros con textos de la escritora en un stand improvisado. Le explico que soy periodista alemán y que me interesa el destino de los republicanos españoles deportados en campos nazis porque ese capítulo de nuestra historia es practicamente desconocido en mi país. Ella se presenta como Rosa Toran, portavoz de la «Amical de Mauthausen y otros campos nazis» y autora del libro. «¿Todavía es posible hablar con supervivientes?», aventuro con la timidez propia que se apodera a un alemán en momentos como esos. «Claro que sí», contesta. Creo detectar una ligera desconfianza en sus ojos mientras que me apunta un número de teléfono. «Mi tío murió en el campo de Mauthausen», me dice Rosa Toran mientras me entrega uno de los libros. Las mil pesetas tengo que pagarlas.

Una semana más tarde un ascensor me lleva al último piso de un edificio viejo en la calle Córcega. El despacho de la «Amical de Mauthausen» se encuentra detrás de una puerta sin ninguna identificación. Abre Rosa Toran. Me mira algo desconcertada.

«Soy el periodista alemán», digo.

«Ah, sí, entra», me dice y me guía por un pasillo con escaparate de vidrio: se exponen tétricas esculturas de cuerpos humanos esqueléticos. En una habitación sin decoración ninguna me presenta a un señor anciano con pelo blanco y una sonrisa abierta que está sentado detrás de un escritorio vacío.

«Este es el presidente de la Amical», dice Rosa Toran y pronuncia un nombre que no entiendo.

«¿Usted conoce Dachau?», él me pregunta.

«Sí», balbuceo y le explico que visité el memorial del campo de concentración cerca de Munich cuando era alumno de colegio. «Todos los alumnos de colegio lo hacen.»

«Yo también estuve allí», dice.

«Entonces usted era republicano», le contesto algo torpe, porque no se me ocurre otra cosa.

«Lo soy todavía», responde.

Le pregunto si le puedo grabar, y luego le pido su nombre, su apellido y su edad.

«Me llamo Joan Escuer», empieza, «nací en Cornudella de Montsant el 17 de noviembre de 1914.»

Cuenta que creció en una familia de campesinos pobres y que su padre ganaba nada más que cuatro pesetas al día con las cuales tenía que comprar comida para seis personas. Para huir de la pobreza la familia se mudó a Sabadell en 1915 donde el padre encontró trabajo en una fábrica textil.

«Había muchas huelgas en aquel tiempo y cuando tenía cuatro años vi cómo los guardias mataron a un obrero», explica cómo y dónde nació su convicción sindicalista.

Joan Escuer lo ha visto todo. Con sus ochenta y siete años tiene presente cada fecha que ha marcado su vida: El 14 de abril de 1931 cuando en las calles de Barcelona cantó la Marseillaise en catalán porque se había proclamado la República. El 18 de julio de 1936 cuando se marchó al frente para defenderla contra la sublevación del general Francisco Franco. Las batallas de la Guerra Civil en las cuales luchaba como oficial de infantería del ejercito republicano. El 6 de febrero de 1939 cuando tuvo que entregar su arma en un paso de los Pirineos bajo las miradas desconfiadas de la milicia francesa y se marchó al exilio. El 20 de junio de 1944 cuando, después de haberse incorporado en la resistencia francesa contra los ejércitos de Hitler, fue arrestado y deportado al campo nazi de Dachau en Alemania.

No me atrevo a respirar. Mientras él me cuenta de la «Gran Batalla del Ebro» estoy pensando que este hombre era contemporáneo de Hemingway, André Malraux, Negrín, Antonio Machado, Dolores Ibárruri «La Pasionara» y otros personajes que conozco sólo de los libros de historia. Y con su deportación a Dachau su historia se mezcla con la mía.

Joan Escuer compartió ese destino con aproximadamente 10.000 republicanos españoles. Se supone que no sobrevivieron más que 3.000. Cuando él llegó a Dachau en 1944 en un vagón de ganado desde Francia, un 30% de los presos ya había muerto de asfixia. En la mesa de registro los SS le dijeron: «Aquí no eres más Joan Escuer, eres el número 74.181.» Y dejaron claro también otra cosa: «De aquí no vas a salir más sino como humo por la chimenea.» Joan Escuer en ese momento pensaba mirando al SS: «Te fastidiarás, voy a salir de aquí por la puerta por donde he entrado.»

Le pregunto cómo se sobrevive emocionalmente una experiencia como esa. Suena a ironía brutal cuando Joan Escuer explica: «Yo sabía por qué estaba en el campo de concentración.»

Luego me lo explica: durante todo el tiempo tenía presente las luchas de la guerra española y de la resistencia. «Muchos otros presos, especialmente los judíos que los nazis habían deportado directamente de sus vidas tranquilas de pueblo, no tenían esa fuerza moral de resistencia que teníamos nosotros», concluye Escuer.

Era y sigue siendo comunista. Todavía hoy justifica el pacto que Stalin firmó con Hitler en 1939 como una muestra de inteligencia del dictador soviético. Con disciplina de hierro, Joan Escuer aguantó.

Rosa Toran interrumpe la conversación. «¡No se olvide de la conferencia, presidente!», dice. «¿Qué conferencia?», pregunta Joan Escuer y parece algo desconcertado. Por primera vez se nota su edad. «La presentación en la Casa del Libro», le recuerda Rosa Toran y le ayuda a levantarse de la silla. Joan Escuer me mira. Yo me encojo de hombros. «¿Quiere venir?» me pregunta.

El encuentro

En la Casa del Libro del Paseo de Gracia todo está listo para el acto. El bar acaba de vender los últimos cafés, un equipo de televisión ha montado la cámara, la audiencia se dispersa por la docena de filas de sillas. En la mesa que preside la sala, seis señores mayores toman asiento. Encima de ellos, en una pantalla de videoproyección se muestra una película en blanco y negro: se ven barracas de campos de concentración alemanes poco después de la liberación de 1945. Esqueletos humanos se balancean sin fuerzas sobre un terreno regado de sangre. Máquinas desescombreras llenan las fosas de cadáveres. Un letrero divulga el mortal cinismo nazi: Arbeit macht frei («El trabajo libera»).

Es la película Noche y niebla de Alain Resnais, tal vez la más impactante sobre los campos de concentración, que también los alumnos de los colegios alemanes tienen que ver al menos una vez en su carrera escolar. En esta ocasión, sirve para preparar al auditorio para el tema de la tarde: la presentación de las ediciones españolas de los libros Los Campos de la Muerte y Los Niños de Hitler, organizada por la editorial Salvat. Los invitados son víctimas de campos alemanes, franceses y españoles.

Es el patriota catalán y superviviente de un campo de exterminio alemán, Joan Escuer, quien propone que se hable castellano esa tarde, porque «tenemos un amigo alemán entre nosotros». Me mira, y yo me pongo rojo. Él y las otras víctimas cuentan sus experiencias como presos del fascismo y nacionalsocialismo en los diferentes países. «He sobrevivido para contar la historia», concluye Escuer.

Por último le toca a un señor con un abrigo gris que está sentado un poco al margen. Su ponencia destaca no sólo por su blando acento melodioso, sino también por la rutina con la que formula las frases. Se evidencia su tono de catedrático. Primero destaca que no estuvo en ningún campo de concentración. Después relata cómo fue salvado de la deportación del ghetto de Budapest en 1944 y 1945 por el encargado de negocios de la legación franquista. «El acento puede ser húngaro», pienso. El hombre se va enseguida, una vez acabada su ponencia. El público aplaude y se va también antes de empezar un debate. Isabel Fernández, jefa de Relaciones Públicas de la editorial Salvat, se demora contando a un pequeño grupo lo emocionalmente duro que fue editar Los Campos de la Muerte.

A Joan Escuer le preocupa otra cosa. «El húngaro», me dice, mientras se prepara para irse, «el húngaro para mí ha defendido el franquismo». Parece que le ha costado aguantar al veterano de la Guerra Civil estar en una mesa junto con un personaje que le debe algo a un encargado del mismo gobierno que fue responsable de su deportación a Dachau. Aquel hombre me interesa.

Sobrevivir

Desde el salón de Jaime Vándor en el sexto piso de un edificio moderno en la calle Córcega de Barcelona se ve una plaza. «Era una situación similar a la que vivimos en Budapest», cuenta, mirando desde la ventana. «Los pilotos de los cazadores aliados aprovecharon el espacio libre que teníamos delante de casa.» Jaime Vándor se acerca algo más al cristal y me pide hacer lo mismo. «Venían por allí», dice y me señala con el dedo un punto imaginario en el cielo. «Así podían disparar con sus ametralladoras directamente a nuestra habitación.»

La probabilidad de matar a alguien de esa manera en aquel piso era bastante alta, visto que allí vivían 51 personas en dos habitaciones. La casa había sido alquilada por la legación española en 1944 y 1945, los mismos años que Joan Escuer sufrió de preso en Dachau. En total existieron ocho de estas casas de protección llamadas «españolas» en Budapest. Con estos lugares, declarados extraterritoriales, y una especie de cartas de protección, la legación franquista en Hungría consiguió a salvar a 5.200 judíos de la deportación en los campos de exterminio. Jaime Vándor es uno de ellos.

La sede española seguía, con su método, el modelo inventado por el diplomático sueco Raoul Wallenberg, aplicado también por las legaciones de Suiza, Portugal y el Vaticano. Jaime Vándor desdobla un mapa de la ciudad de Budapest de aquel entonces y me enseña una cantidad de casas marcadas en azul cerca del Danubio. «Allí estaba el ghetto internacional», indica. Algo más al sureste, en el casco antiguo, Jaime Vándor apunta con el dedo un recinto colorado en rojo: «Y esto era el ghetto oficial en el que los nazis concentraron a los judíos para deportarles luego. En 1944, los ocupantes alemanes en Hungría parecían más preocupados por matar judíos que por ganar la guerra.»

Me explica que detrás del acto de salvación en Hungría estaban el encargado de negocios de la legación española en Budapest, Ángel Sanz Briz, y un amigo suyo de pasado ambiguo: el aventurero italiano Giorgio Perlasca. En los años treinta, Perlasca había sido un seguidor ferviente de Mussolini y un fascista convencido. Como Joan Escuer, había participado en la Guerra Civil Española, pero en el otro bando. Por sus méritos en la contienda, el gobierno franquista le otorgó en 1939 un documento que le permitía pedir protección, en un momento de dificultad, en cualquier sede diplomática española del mundo.

Ese momento había llegado en Budapest en 1944. Perlasca, como comerciante de ganado al servicio del ejército de Mussolini, había viajado por la Europa oriental ocupada por los nazis. En Belgrado fue testigo de la deportación en masa de judíos. A pesar de mantener su convicción fascista, sentía violado su sentido de humanidad.

El cambio de bando de Italia en 1943 le convirtió definitivamente en enemigo del Tercer Reich. Empujado por las convulsiones de la guerra, Perlasca naufragó en Budapest, donde por fin se decidió a usar su documento franquista. En la legación encontró a Ángel Sanz Briz, quien le otorgó la nacionalidad española a nombre de «Jorge» Perlasca. Fue el inicio de una amistad tan fructífera como peculiar.

Jaime Vándor relata: «Más de una vez los alemanes o sus aliados húngaros intentaron violar la protección de la casa. Llegaron tropas que nos hicieron formar en la calle para deportarnos.» Recuerda que una de esas noches se suicidó una mujer. Se tiró por la ventana. «Todavía oigo el ruido de su cuerpo golpeando contra el pavimento de la calle.» Siempre en el último momento aparecían Sanz Briz, Perlasca u otro miembro de la legación para salvarles. Cada semana mandaban un camión de comida a las casas que tenían un letrero de extraterritorialidad.

El 30 de septiembre del 1944, Ángel Sanz Briz tuvo que dejar el país por dificultades diplomáticas entre España y el gobierno títere de Hungría. «Jorge» Perlasca se quedó, se hizo pasar por jefe de la legación española y siguió con su trabajo. Con las autoridades húngaras aplicó todas las maneras pseudo-autoritarias del impostor. Amenazaba, impresionaba, mandaba. Así Jaime Vándor, su hermano y su madre llegaron a sobrevivir a la guerra mientras alrededor de 850.000 judíos húngaros fueron deportados, del ghetto oficial y de los pueblos, a campos de exterminio de donde la inmensa mayoría no regresó. Entre el 14 y el 18 de enero de 1945 las tropas soviéticas ocuparon Budapest. Los judíos quedaron a salvo. El «Oskar Schindler» italiano desapareció. En la «lista de Perlasca» Jaime Vándor era el número 1990.

Los caminos del azar

Joan Escuer y Jaime Vándor son víctimas del fascismo del siglo xx. Pero no tienen mucho que decirse. ¿El hecho de haber sido salvado por un diplomático franquista y un fascista italiano, le hace menos víctima al «húngaro», como sugiere Joan Escuer? Jaime Vándor es un personaje incómodo para la memoria colectiva de la izquierda antifascista. No cuadra en ningún esquema, y sus salvadores, Giorgio Perlasca y Ángel Sanz Briz, tampoco.

Estos dos nunca declararon públicamente qué les había motivado. «Se definían como buenos cristianos», concluye Vándor. Después de la guerra, Perlasca volvió a Italia y vivió una vida más pobre que modesta de pequeño comerciante en Parma. No volvió a hablar de lo que había hecho hasta que un grupo de sus protegidos le localizó en 1988 y organizó homenajes para él en Budapest, Roma, Nueva York y Jerusalén. En una entrevista contestó a la pregunta sobre sus motivos con otra pregunta: «Y usted, ¿qué habría hecho?» Perlasca murió en 1992. Su hijo se llama Franco.

Jaime Vándor y su hemano Enrique contribuyeron personalmente a que Perlasca y Sanz Briz hayan sido nombrados «justos de las naciones» en el memorial del holocausto de Yad Vashem en Jerusalén. Sanz Briz, además, obtuvo del gobierno español un honor más bien diferente. Recibió la «Orden de Isabel la Católica», la más alta de España, que lleva el nombre de la reina que expulsó a 165.000 judíos del territorio español en 1492.

¿Judíos o españoles?

Es una mañana soleada de enero cuando bajo la cuesta de la estación del metro de Montbau hacía la Avenida Cardenal Vidal. Allí el cielo azul mediterráneo se refleja en los vidrios de un edificio sobrio y funcional que, sin embargo, no carece de solemnidad. Es una reconstrucción del pabellón que representó a la moribunda República Española en la Exposición Mundial de París en el año 1937, me explica la archivera Lidia Martínez. Ella administra las estanterías del pabellón en las cuales yacen los documentos polvorientos de la época.

Me he dirigido hasta aquí para encontrar algo que me explique la política contradictoria y ambigua de Franco durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo fue posible que diplomáticos españoles arriesgaran la vida para salvar la de ju-díos, mientras que 7.000 españoles, declarados apátridas, murieron en campos de concentración alemanes? ¿Existía un método, o una línea detrás de eso, o todo seguía sólo los caminos del azar?

Lidia Martínez es tan amable como para apilar una cantidad importante de libros y documentos delante de mí que me expliquen al menos los hechos. Leo que en 1939 medio millón de republicanos españoles escaparon de la venganza de los vencedores franquistas y entraron en Francia. El historiador madrileño Félix Santos escribe que el gobierno francés «se vio desbordado por el río humano que cruzó sus fronteras» e internó a los prófugos en campos de «acogida» en las playas del Mediterráneo con alambres de espinas, bajo vigilancia brutal, sin higiene ni ayuda médica. A los hombres se les ofreció trabajo forzado en fábricas de armamento o la legión extranjera. La mayoría de los prófugos volvió a España en los meses siguientes.

Cuando en 1940 los nazis invadieron Francia, todavía se encontraron con unos 140.000 españoles. 35.000 de ellos se habían unido al ejército regular francés. Otros, como Joan Escuer, aprovecharon sus puestos de trabajo para participar en actos de sabotaje o se sumaron directamente a la resistencia. Los nazis, al capturar a estos españoles, consultaron al gobierno franquista sobre qué hacer con ellos.

Para averiguar cuál fue la respuesta tengo que recurrir a una coincidencia de fechas. En septiembre de 1940 el luego ministro de Asuntos Exteriores del gobierno franquista, Ramón Serrano Súñer, visitó Berlín para negociar la entrada de España como aliada de los alemanes en la Segunda Guerra. Dada la importancia del acontecimiento, los documentos se limitan a explicar el fracaso de la cumbre. No se encuentra nada sobre republicanos españoles. Pero consta que directamente después de la visita empezaron las deportaciones de republicanos a Mauthausen y otros campos de la muerte.

El ‘engranaje terrible’

En 1979 Serrano Súñer, presionado por la escritora Montserrat Roig, declaró que no tuvo conocimiento de la existencia de campos de exterminio hasta 1943 y que el descubrimiento lo había dejado «sumido en un estado de consternación.» Los supervivientes ponen eso en duda. En su libro, la historiadora oficial de la «Amical de Mauthausen y otros campos nazis», Rosa Toran, pregunta: «¿Cómo no tenían que saber Serrano Súñer y otros altos cargos del régimen, dadas las excelentes relaciones que habían mantenido con Alemania, los viajes, las comunicaciones regulares entre embajadas y las colaboraciones policiales en Francia? La historia sigue esperando las respuestas.»

En la primavera de 2002, Serrano Súñer tiene 101 años, vive entre Madrid y Marbella y padece de una «salud precaria». Eso lo leo por casualidad en un ar-tículo de una edición de El Periódico de Catalunya, que encuentro abandonado en una silla en el aeropuerto de Barcelona mientras espero la llegada de mi novia. El artículo relata que «Iniciativa por la Justicia», formada por supervivientes de campos de concentración y ciudadanos jóvenes, prepara una acusación contra Serrano Súñer en un tribunal internacional por delitos contra la humanidad.

Me pongo en contacto con el portavoz del grupo, un tal Josep Pinyol. Nos encontramos en un bar cerca de la Estación de Sants, que huele a aceite viejo. Hace frío y tomamos cerveza.

La idea no es tanto mandar a un hombre centenario a la prisión, explica Pinyol. Pero quieren usar a Serrano Súñer como símbolo de que «todos los crímenes del franquismo quedaron impunes. Y los torturadores viven tranquilamente en sus casas.»

El caso Pinochet, sigue Pinyol, «ha demostrado que la justicia internacional funciona. ¿Pero quiénes somos nosotros para darles lecciones a ellos? Aquí no se ha juzgado a nadie para no sacrificar la estabilidad. Hay que revisar los 27 años de transición.»

Pinyol me expone que la expresión legal de esa supuesta «voluntad de silencio» fue la amnistía general que el parlamento de la transición otorgó el 15 de octubre del 1977 a todos los funcionarios. Con el juicio a Serrano Súñer, «Iniciativa por la Justicia» quiere poner este indulto a prueba. Visto que esta amnistía existe, sin embargo, el ataque contra Serrano Súñer se prepara desde Francia, dirigido por la abogada Montserrat Sans Ballús, hija de deportados españoles. Su tío fue asesinado en Mauthausen, como el de Rosa Toran.

Mientras vuelvo a la estación de Sants en aquella noche de invierno barcelonés, pienso si ya no es un poco tarde para todo eso. Ha pasado un cuarto de siglo desde la muerte de Franco. Dentro de poco se celebrará la cumbre de los jefes de estado de la Unión Europea en Barcelona. La gente está preocupada por otras cosas. Por otro lado: en Alemania el debate aclarador sobre el pasado, la Vergangenheitsaufarbeitung empezó sólo con la revuelta de los estudiantes en 1968. Puede ser que dos décadas y media de distancia sean más o menos el plazo natural para aclarar algunas cosas.

¿Cuánto sabe un hombre?

Vuelvo al Pabellón de la República. Quiero averiguar cuánto podía saber Serrano Súñer en 1940 sobre lo que pasó en los campos de concentración alemanes. Fotos de la época muestran a un hombre delgado, casi flaco, cuya cabeza tiende a desaparecer bajo su amplia gorra militar. Me gusta una imagen de él junto a Mussolini que encuentro en un libro de historia. El Duce le mira con cierto desprecio burlón como si le dijera: «Eh, niño, ¿qué buscas tu aquí en esta reunión de hombres de verdad?» Pero parece que el gran falangista y cuñado de Franco era un brillante negociador. Esta impresión al menos la quiere evocar el libro de historia que leo. Fue editado en 1997 y es una auténtica apología del franquismo. Parece que Josep Pinyol tiene razón.

Me pregunto: ¿Se puede investigar cuánto un hombre ha podido saber en un determinado momento de su vida? Bueno, al menos hay indicios. Parece, por ejemplo, que Serrano Súñer estaba muy bien enterado sobre lo que pasó con los judíos. El intercambio de cartas del Ministerio de Asuntos Exteriores en Madrid con las embajadas y legaciones en los países ocupados por Alemania revelan que los diplomáticos españoles mandaban regularmente informes sobre la situación de los perseguidos. El mismo Serrano Súñer afirmó después de la guerra que la presencia de tantas estrellas amarillas en los brazos de los segregados durante su visita en Berlín, en 1940, le conducía a sospechar que «el interior del engranaje de aquella máquina nazi podía ser terrible.» Y parece que esa observación tuvo también un cierto efecto sobre él: en una carta a la embajada en París en 1940 Serrano Súñer aconsejó «que los sefardíes súbditos españoles (…) harán constar claramente su condición de españoles para poder ser defendidos como tales en el momento oportuno.»

Jaime Vándor me cuenta que para salvar a judíos algunas legaciones españolas, como la de Budapest, aplicaban una ley promulgada por la dictadura de Antonio Primo de Rivera en 1924. En aquel tiempo España se había acordado de sus ju-díos expulsados en 1492. La mayoría de los sefardíes había emigrado a Grecia y los Balcanes. Siguieron conversando en el idioma de Cervantes. El gobierno de Primo de Rivera decretó que cada uno de ellos podía pedir la ciudadanía española en cualquier sede diplomática del país. (Lo hicieron no tanto por filantropía sino porque la dictadura esperaba beneficios económicos de una afluencia de comerciantes judíos ricos.)

Esto quiere decir que al mismo tiempo que los republicanos españoles exiliados fueron declarados apátridas por el gobierno franquista, embajadas y consulados franquistas otorgaron la ciudadanía española a judíos en los países ocupados por los nazis. «Sí, pero hay una diferencia importante», pienso. «Los republicanos eran enemigos políticos de los franquistas y habían luchado contra ellos en una guerra.» Me lanzo más en profundidad en los archivos y me doy cuenta que tampoco ese argumento tiene suficiente peso. Mientras que durante la Guerra Civil las legaciones franquistas solían entrevistar a los judíos solicitantes de pasaportes sobre sus convicciones políticas, no encuentro ninguna prueba de que esa fuera la práctica durante la Segunda Guerra Mundial.

La ayuda, de todos modos, parece arbitraria, azarosa y poco organizada. La situación en París demuestra que el cuerpo diplomático franquista tampoco estaba unido sobre la cuestión: mientras que el cónsul general de España, Bernardo Rolland, mantenía buenas relaciones con la comunidad hebrea y se empeñó muchísimo en obtener privilegios para sus miembros de ciudadanía española, el embajador español José Félix de Lequerica almorzaba cada día con el jefe de la Gestapo y es descrito por testigos como «más alemán que los alemanes».

En mi periódico, la Süddeutsche Zeitung de Munich, encuentro un artículo que habla de un reciente estudio científico del historiador alemán Bernd Rother: España y el Holocausto. Allí se estima que durante la Segunda Guerra Mundial murieron unos 175.000 sefardíes. Unos 40.000 judíos se salvaron a través de España. Rother concluye que con buena voluntad España habría podido rescatar a muchos más de su destino. El papel de «salvador de los sefardíes» que Franco se otorgó a sí mismo después de la Segunda Guerra Mundial carece de justificación.

Jaime Vándor supone que la actitud prosefardita del gobierno español se debía más al «oportunismo» de los últimos años de la guerra, cuando Franco ya se daba cuenta de que la derrota alemana era inevitable y buscaba simpatías en las filas aliadas. Después de la guerra, Ángel Sanz Briz tuvo que declarar públicamente que había actuado en Budapest por encargo oficial y que el gobierno español había estado detrás de su ayuda. La viuda del diplomático, Adela Quijano de Sanz Briz, todavía hoy mantiene esa versión. Vándor, sin embargo, dice claramente que no se siente salvado por un gobierno sino por un acto individual de humanidad.

Lo que queda de la historia

En 1945, Jaime Vándor tenía sólo un lugar para ir: España. Una vez obtenidos los visados de tránsito, la familia cruzó Europa desde Budapest para reunirse con el padre, que vivía en Barcelona desde 1940, donde se había instalado como fabricante de productos de heladería y pastelería. Le pregunto si no era muy raro para él vivir en un país cuyo dictador había sido aliado de sus perseguidores. No se lo planteó nunca, dice. «Era un niño de once años. Sólo me quería reunir con mi padre.»

El historiador Julio Valdeón Barruque escribe que en la España franquista «no había precisamente un clima muy positivo hacía los judíos». Jaime Vándor, sin embargo, subraya que no tiene «muchas historias de antisemitismo». Al contrario: «Aquí me declaré judío enseguida. No nos dieron problemas.» En 1958, sin embargo, no obtuvo la ciudadanía española por su pertenencia a la religión equivocada. La fuerte influencia del Opus Dei en el gobierno franquista impidió que los judíos pudieran convertirse en españoles. «Pero eso les pasó también a los protestantes y musulmanes», añade. Esa discriminación al final le impidió hacerse catedrático de lengua, cultura e historia judaica en la Universidad de Barcelona. Sigue siendo profesor asociado desde hace 44 años y sigue siendo el único judío en la facultad. En 1960 aceptó la nacionalidad austríaca.

Le pregunto qué ámbito cultural considera el suyo. Jaime Vándor recapitula sobre su vida: «Nací en Viena. Mi lengua materna es el alemán. Mi lengua paterna es el húngaro. El español es el idioma en que me siento a mis anchas. Vivo en Barcelona. Cuando me voy a Madrid, soy catalán. Cuando voy a Israel, me consideran español.»

Jaime Vándor ha fundado una «Asociación de Relaciones Culturales España-Israel». Y se asombra del interés que su iniciativa ha despertado. Últimamente viaja a menudo a Italia donde una película sobre el eroe italiano Giorgio Perlasca ha generado una ola de homenajes póstumos. Vándor, a pesar de su salud frágil, no se cansa de asistir y hablar con ellos sobre su salvador.

Contar historias

El 2 de mayo de 1945, cuando Joan Escuer salió por la puerta de Dachau, pesaba treinta y tres kilos y no tenía ningún lugar adonde ir. Sus compañeros polacos, checos o franceses regresaron a sus tierras, los judíos en su mayoría se marcharon a Israel. España, sin embargo, estaba cerrada para Joan Escuer porque era el único país en Europa que seguía bajo dominio fascista.

Con los veteranos de la Resistencia, el gobierno francés se mostró generoso. A Joan Escuer le pagaron una modesta pensión con la cual sobrevivió veintisiete años como inmigrante en París. En 1972 volvió a España clandestinamente y se incorporó a la lucha antifranquista. Nunca ha dejado de militar. A través de la «Amical de Mauthausen» sigue contando su historia. Con sus treinta y tres años de exilio, Joan Escuer ha redefinido su papel. Hoy está presente en la lucha contra la xenofobia en el momento histórico en que España se ha vuelto un destino de inmigración. La «Amical de Mauthausen» y sus seiscientos socios actúan más y más como conciencia pública en un país que corre el peligro de olvidar que durante más que quinientos años ha sido marcado por la emigración. Joan Escuer considera la legislación en España como «atrasada.» Cuando ve a los inmigrantes deambulando por la calle piensa que ellos lo pasan tan mal como él lo pasó entonces.

Apago la grabadora y me despido de Joan Escuer en el pasillo. Me golpea el hombro en un gesto amistoso. Le gusta que le escuchen. Y yo sé que es la última oportunidad para hacerlo. Cuando ya tengo la mano en el picaporte, me cuenta que su nuera, la viuda de su hijo, es inmigrante peruana. «Me cuida y me pone las inyecciones. Sin ella ya no

estaría aquí.»

Bajo las escaleras y salgo a la calle donde me golpea el viento. Entro en un bar y pido una cerveza. Mientras espero que el camarero me la traiga, pongo la grabadora en la mesa y escucho la voz de Joan Escuer: «Y el 27 de junio me marché a la Gran Batalla del Ebro.»

Pienso que, mientras los tenga grabados, Jaime Vándor y Joan Escuer nunca cesarán de contar sus historias. Y mientras hagan eso, tal vez disminuya la probabilidad de que vaya a pasar otra vez lo que les pasó a ellos. Y queda también otra cosa. Me acuerdo cuando me despedí de Jaime Vándor hace unos días. Le di las gracias diciéndole que me había aportado mucho nuestra conversación.

«A mí también», me dijo.

Sebastian Schoepp (Munich) es escritor de viajes, reportero político y redactor de periódico desde hace quince años. Es editor del Süddeutsche Zeitung

Origen: Los Judíos de Franco – Foro Segunda Guerra Mundial

Los Judíos de Franco

Mensaje por hawat » Dom Mar 12, 2006 1:40 am

Los judíos de Franco

Sebastian Schoepp

http://www.lateral-ed.es/revista/articu … franco.htm

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