El Legado de Arafat – Gabriel Albiac / La Razon

 

Arafat muere. Y no deja a los suyos más herencia que el caos. Nada que se asemeje, ni de lejos, a un Estado. Nada que no sea ese cúmulo de arbitrariedad, corrupción y crimen, que define al más siniestro de los caudillismos de la segunda mitad del siglo veinte.

No es obstáculo insalvable, el haber sido un asesino, para llegar a ser hombre de Estado. Los casos abundan. Arafat fue un asesino, por supuesto. Tal vez, el más sanguinario de los asesinos institucionales de los últimos cincuenta años. Sin duda, el inventor de la forma moderna del terrorismo. Dentro como fuera del Cercano Oriente. Sin él, ETA, Baader-Meinhoff o Brigadas Rojas hubieran sido logísticamente inviables. Sin él y sin, por supuesto, el Imperio Soviético, del cual fue peón clave. Fue un asesino. Eficiente. Que no supo qué hacer, a partir del día en que le pusieron en las manos todos los elementos precisos para construir un Estado. A partir de ese instante, fue sólo una piltrafa. Me niego a pronunciarme sobre cuál de las dos cosas resultó, al fin, más funesta.

En el verano del 2000, Bill Clinton cifraba su cuota de posterioridad en cerrar un acuerdo israelo-palestino antes de poner fin a su mandato. Obtuvo de Ehud Barak lo impensable: que Israel cediera a la Palestina de Arafat el noventa y siete por cien de los territorios ocupados; el otro tres por cien quedaría compensado con un pasillo de seguridad entre Cisjordania y Gaza. Cuando un Clinton exultante se dirige al presidente palestino para darle cuenta de que las reivindicaciones históricas de la OLP están a punto de cumplirse, choca con un muro imprevisto. El rais no va a firmar. El presidente americano le pide que haga una contraoferta. No va a hacer contraofertas. «Pero, ¿qué es lo que usted quiere?», interpela un Clinton entre estupefacto y furioso. «Todo». Clinton nunca sabrá si estaba ante un imbécil o ante un canalla. Arafat narra, de inmediato, lo sucedido a sus lugartenientes. «Nos lo conceden todo». Dahlan y Rayub le felicitan. «Nos lo conceden todo. Pero no voy a firmar». Silencio glacial. «Firmar me enfrentaría a Hamas. Y yo soy el padre de todos los palestinos». Los jóvenes delfines de la OLP le sugieren que deje el desmantelamiento de Hamas en sus manos. Arafat los fulmina. Él no es ya un político. Mora en lo eterno, que es el limbo del mito.

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Alelado rehén de su propia leyenda, Arafat no ha hecho luego más que llenar de sangre inútil Palestina. Y de dinero europeo sus privadas cuentas suizas. Pudo ser el corrupto asesino que fundara un Estado. Al final, era un mitómano senil, extático en su vanidad de ser «el hombre que jamás perdió una batalla». Una, no; todas. Arafat muere. Demasiado tarde.

La Razón 29-10-2004 – Gabriel Albiac

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